lunes, 6 de agosto de 2012

veintiocho meses

Puedo medir mi estado de ansiedad por cómo me siento cuando veo a alguien dándole vueltas al té. Sin poder evitarlo, mis ojos se dejan caer en el remolino verdoso y todas mis fuerzas se disuelven con cada vuelta. En ese momento, mi interlocutor me mira, pregunta y sólo soy capaz de mover levemente la cabeza de lado a lado como si me espabilara de repente, todo para fingir que no me he ido, que sigo allí y no al fondo de la taza, enfangada en posos verdes.

No fue así en esta ocasión. 

Ni siquiera recuerdo cómo la invité a quedarse, creo que le ofrecí un té y ella dudó y miró el reloj, o quizás no lo llevaba en ese momento y sólo volvió la mirada al bolso de Vuitton, como para ganar tiempo. Contra todo pronóstico aceptó y me preguntó dónde podía sentarse. Desde la cocina miraba su perfil, media cara algo tensa y las piernas cruzadas en un balanceo nervioso.

Me senté justo enfrente de ella y la observé mientras conversábamos. Hablaba mucho, pero no era pesada ni histriónica. Conocía sus puntos fuertes y sabía explotarlos. Tomó enseguida el mando de la conversación y fue cambiando de canal hasta encontrar uno en el que ambas nos sentíamos cómodas. Parecía menos frívola de lo que había imaginado. Pensé que no tenía delante de mí a una persona feliz, pero sí a alguien que, quizás haciendo ocultos equilibrios, parecía tranquila. Una penélope muy lista - me dije entonces - que ha sabido tejer una red de seguridad por si le falla el pie en el trapecio. 

Tardé pocos sorbos en darme cuenta de la magnitud de mi error. Había dejado entrar en casa a mi espejo. Un espejo que me devolvía a mí, triste vampiro, una imagen que jamás podría ser la mía. 

Diría que ella también se entristeció en algún momento y, al menos en un par de ocasiones, reímos juntas.

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