Él no lloraría en mi entierro.
Estaría pendiente de mí cuando la fuerza centrífuga de una conversación de programa largo me expulsara por el desagüe a mi país de las maravillas particular. Se dirigiría a mí con una pregunta-despertador de las fáciles, de las que me dejan en buen lugar ante los amigos. Los veinte minutos siguientes me vigilaría de reojo y sonreiría tímidamente.
Me buscaría la mirada en los ojos.
Pero no lloraría en mi entierro.
Alba sí lo haría. Alba sentiría pena y rabia.
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