viernes, 21 de marzo de 2014

Treinta y siete meses

Él no lloraría en mi entierro.

Estaría pendiente de mí cuando la fuerza centrífuga de una conversación de programa largo me expulsara por el desagüe a mi país de las maravillas particular. Se dirigiría a mí con una pregunta-despertador de las fáciles, de las que me dejan en buen lugar ante los amigos. Los veinte minutos siguientes me vigilaría de reojo y sonreiría tímidamente.
Me buscaría la mirada en los ojos.

Pero no lloraría en mi entierro.

Alba sí lo haría. Alba sentiría pena y rabia.

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