Pronto hará cinco meses que llegué al ático que mi mejor amiga de la infancia, heredera hippy de una empresa textil de rentabilidad nada despreciable, me alquiló a un módico precio cuando decidí abandonar precipitadamente un diminuto apartamento de las afueras. En su opinión, mi sitio estaba en las alturas de aquella casa señorial decimonónica con fachada modernista.
- Desde ahí arriba, todo se ve más pequeño. Por dentro y por fuera - había dicho levantando la cabeza hacia lo que iba a ser mi nuevo hogar- Dime cuándo quieres que vayan a recoger tus cosas.
Tuvo que venir ella misma a culminar la mudanza. Se movía de un lado a otro en silencio funerario, colocaba cuidadosamente los libros y colgaba mi ropa en las perchas del armario, mientras yo permanecía sentada en el borde de aquella silla de terciopelo rojo, con la mirada perdida, como una vieja Nancy a la que el tiempo le ha borrado la expresión de la cara.
Dos horas después, la casa de muñecas estaba montada y mi amiga se había marchado cerrando de un portazo mi nuevo piso-desván. Me quedé allí sentada no sé durante cuánto tiempo. El ruido del timbre me sobresaltó.
- Me llamo Alba... con b. ¿Eres la nueva vecina?
Alba, aquella niña de agua y espejo, me devolvió al juego.
Nunca me ha gustado jugar con muñecas, y menos abrazarlas o hacerles mimos. Hoy haría una excepción.
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